Hacía varios años que no arreciaba sobre el hogar completamente ebrio tras los excesos sabatinos. Perfumado con varios gintonics, vino tinto y rosado, ron como sustitutivo de ese gordons sesentón, como umbraliano e hipodromorfológico, se dispone uno a atravesar la ciudad entre los últimos rescoldos espermáticos de los taxistas y la fenomenología caliente. La ignominia reclama zigzagueos, trayecto dilatado entre los mapas hiperbólicos y la alcantarilla del levante que es Valencia, sumidero del vómito que huele a patatas bravas y sabe a catalán folclórico, homófobo y reaccionario.
Hace más de siete años que concejales, casales y carpetovetónicas glorias que beben anís en "La Casa del Artista" velaron el féretro de Rafael Conde "El Titi" en el Principal. Todo esto lo recuerdo mientras tarareo "El Titi canta a Valencia" asomándome alcoholizado a ese jardín pétreo y ahíto de pederastas de dádivas y misa que es la Plaza de la Virgen.
Nunca ha dejado de sorprenderme la facilidad con la que esta ciudad se torna pueblo, con un pulso ineludible de provincias, eso sí, de un provincianismo salado, de mar en calma, como de horchata, y hombres que huelen a carajillo y a ducados. Nada que ver con ese hedor charro y de portalón cerrado con el que se alientan los taurinos y los ganaderos cuando van a hacer negocio a Salamanca y acostumbran a hacer noche en los hostales, aunque duerman finalmente sobre las barras americanas de los clubes de la carretera de Valladolid.
(A todo esto, iba yo borracho, huéfano de dandismo y haciendo esa prosopopeya muda que tienen los retornos para con los objetos y las ratas que se revolucionan entre los solares) Otro día prosigo, queridos.